domingo, 6 de noviembre de 2011

EDUCACIÓN ESPAÑOLA (II). CAUSAS DEL “FRACASO EDUCATIVO”.

Los medios de comunicación, los responsables políticos (ministros, consejeros y delegados de educación) así como los inspectores (e inspectoras) de los centros educativos no paran de hablar del “fracaso escolar”. Hay que disminuir como sea el fracaso escolar, nos dicen. Y, claro, cualquiera que se niegue o que simplemente ponga en duda los métodos o las vías que tales eminencias proponen para reducir el fracaso escolar es, automáticamente y sin ser escuchado, descalificado. Lo tildan de mal profesional o de retrógrado, elitista y segregador que no se preocupa de aquellos que menos pueden o que menos tienen. Pura demagogia, por otra parte. Obsérvese, si no, lo que Esperanza Aguirre ha dicho de aquellos profesores que no comparten sus métodos –trabajar más por igual salario-: poco menos, viene a decir, que son unos vagos insolidarios con su país.

El problema del fracaso escolar está mal planteado desde el origen.
En primer lugar, ¿a qué se refiere el término “escolar”? Esto es, ¿quién fracasa? ¿La escuela? ¿El propio escolar, o sea, el estudiante? Según se deriva de la propia expresión parece que el fracaso escolar es algo así como el fracaso del estudiante por causa, entre otras cosas, de la escuela. Y, en segundo lugar, ¿a qué se refieren con “fracaso”? ¿A que los alumnos no alcanzan los conocimientos, las actitudes y las competencias mínimas exigibles? ¿O a que los alumnos no alcanzan las notas y las titulaciones que se esperaba de ellos?

En general, para el lector que no esté muy familiarizado con el tema, los dirigentes educativos suelen dar a entender que el fracaso escolar está más del lado de las titulaciones y los aprobados, esto es, que los alumnos titulan poco, que aprueban pocas asignaturas. Y, aunque reconocen que ello muchas veces se debe a sus circunstancias personales, familiares y sociales que no son lo buenas que debieran ser para permitirles una adecuada formación, culpan a la escuela de no adaptarse suficientemente a dichas circunstancias como para que el alumno deje de fracasar. En resumen, que los profesores tienen la culpa última y definitiva de que los alumnos suspendan y de que no consigan el título que se hayan propuesto. Si el alumno fracasa, la culpa es del profesor.

Desde mi perspectiva, la Administración pública (la andaluza en particular y la española en general) está bastante equivocada en su análisis y diagnóstico del fracaso escolar así como en las propuestas que hace para remediarlo.
Veamos. El conocimiento de datos, la capacidad de respetar unas normas y el dominio de unas competencias intelectuales y procedimentales básicas es hoy día bastante peor que hace unas décadas (no tantas) cuando yo mismo estudiaba en mi instituto de pueblo. Los temarios de hoy son más cortos y menos difíciles que los de la E.G.B. y el B.U.P. de hace unos años. Los alumnos ahora presentan más problemas de hiperactividad y falta de concentración que nunca. Nunca como ahora ha habido los conflictos de convivencia que sufrimos en los centros (léase amenazas a profesores, enfrentamiento de padres y docentes, bullying, acoso escolar... y un sinfín de lindezas que ocurren a diario). ¿Acaso la sociedad de hoy es peor que la de los años ochenta? ¿Viven peor nuestros alumnos en sus casas? ¿Ha habido alguna epidemia que ha hecho a nuestros hijos más torpes que sus padres? ¿Comen peor, tienen menos ropa, viajan menos, son peor tratados por sus progenitores…? Yo creo que no. Habrá, como había antes, niños y jóvenes con problemas, pero no más que antes. Sin embargo, todo va peor.

No vale decir que antes la educación no era universal y gratuita y que, al incorporar a todos al sistema educativo, es cuando se ha estropeado el mismo. Y no vale porque cuando yo estudiaba la educación sí que era universal y gratuita. En mi colegio y en mi instituto estudiaban niños de todas las clases sociales, económicas e intelectuales y, precisamente, el centro educativo ayudaba a los menos favorecidos a romper el círculo vicioso al que su procedencia les habría sometido si no fuera por la educación que conseguían recibir.
Además, los profesores de hoy día no son menos vocacionales, ni están menos preparados intelectualmente, ni han sido peor instruidos pedagógicamente que los profesores de antaño.

¿Qué sucede hoy entonces?

Suceden muchas cosas, pero ninguna de las que nos cuentan nuestros dirigentes.
Sucede que el fracaso escolar no se detecta cuando los alumnos suspenden o titulan menos pues, como advertí en un artículo anterior, hoy titulan más que hace unos años por la presión a que la Admón. somete al profesorado con intenciones electoralistas. El fracaso escolar se detecta cuando la OCDE nos advierte de que nuestros alumnos no tienen ni los conocimientos ni las competencias que deberían. ¿Y por qué no las tienen? ¿Acaso nuestros docentes no se esfuerzan por enseñar, no hacen su trabajo en clase (y en casa) como lo hacen los profesores de otros países o de otras épocas?
Nada de eso. Sucede que nuestros alumnos no tienen dichas competencias porque el sistema educativo no permite al profesorado ejercer su profesión como la venía ejerciendo hasta no hace tanto. Tenemos un sistema que superproteje al alumnado, que ha eliminado el esfuerzo como herramienta educativa, que obvia los suspensos y permite al alumno promocionar sin haber adquirido dichos conocimientos y competencias, que no sanciona la indisciplina, que confía más en la palabra y las buenas intenciones de los alumnos que en la de los profesores… y un sinfín más de despropósitos que desgranaré en otra ocasión.

Por ahora baste al lector saber que no se trata tanto de fracaso escolar (del alumno y de la escuela) sino que lo que está fracasando es el sistema educativo mismo. Un sistema que construyeron pedagogos sin experiencia docente, políticos que ideologizaron la educación y desertores de la tiza que preferían inspeccionar a otros que enseñar ellos mismos. Eso, y no dos horas más o menos de clase, es lo que nos indigna a los profesores. No se confundan, el fracaso es educativo, no escolar.

Manuel Calvo Jiménez.

Sevilla, 20 de septiembre de 2011